domingo, 16 de diciembre de 2007

domingo, 9 de diciembre de 2007

Décima Lectura LOS POCILLOS

Los Pocillos

Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. "Negro con rojo queda fenomenal", había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.

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lunes, 3 de diciembre de 2007

Tarea

Frase clave: "Yo agaché la cabeza".
Sobre El llano en llamas, de Juan Rulfo



El viaje del fuegoEn el cuento El Llano en llamas[1] el epígrafe –un corrido popular- anuncia una violencia, pero sin fin, cíclica: “Ya mataron a la perra, pero quedan los perritos….” (1). En la narración de Pichón la naturaleza es descrita como sinuosa, engañadora, espejeante. Pichón tiene una concepción animista de la naturaleza. Los hombres de Pedro Zamora tratan de dormir. Los balazos y los gritos son repetidos por el eco de la barranca. “¡Viva Petronilo Flores! El grito se vino rebotando por los paredones de la barranca y subió hasta donde estábamos nosotros.” (p.160). “De repente sonó un tiro. Lo repitió la barranca como si estuviera derrumbándose.” (p.161). Los pájaros vuelan asustados, las chicharras (cigarras) chirrían de tal modo que la noción de tiempo y espacio se desdibuja cuando aparecen los federales: “No nos dimos cuenta de la hora en que ellos aparecieron por allí. Cuando menos acordamos aquí estaban ya…” (p.161); “Sentíamos las balas pajueleándonos los talones, como si hubiéramos caído sobre un enjambre de chapulines.” (p.162); “ …encontramos uno aquí y otra más allá, casi todos con la cara renegrida”. (p.164).



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Juan Rulfo
(México, 1918-1986)

El Llano en llamas
Originalmente publicado en la revista AméricaNº 64, diciembre, 1950(El Llano en llamas, 1953)

Ya mataron a la perra,pero quedan los perritos...(Corrido popular)

“¡Viva Petronilo Flores!” El grito se vino rebotando por los paredones de la barranca y subió hasta donde estábamos nosotros. Luego se deshizo. Por un rato, el viento que soplaba desde abajo nos trajo un tumulto de voces amontonadas, haciendo un ruido igual al que hace el agua crecida cuando rueda sobre pedregales. En seguida, saliendo de allá mismo, otro grito torció por el recodo de la barranca, volvió a rebotar en los paredones y llegó todavía con fuerza junto a nosotros: “¡ Viva mi general Petronilo Flores!”

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viernes, 23 de noviembre de 2007

Ensayo en el Ojo

Recomiendo El viaje del agua

Tarea: Tratar el tema del viaje.
Frase del gatillo: "Ya no hay mucho que contar".

Novena lectura REUNIÓN, DE CORTÁZAR

Julio Cortázar
(1914-1984)


Reunión
(Todos los fuegos el fuego, 1966)

Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista, apoyado en un tronco de árbol, se dispone a acabar con dignidad su vida.

Ernesto «Che Guevara», en La sierra y el llano, La Habana, 1961.

Nada podía andar peor, pero al menos ya no estábamos en la maldita lancha, entre vómitos y golpes de mar y pedazos de galleta mojada, entre ametralladoras y babas, hechos un asco, consolándonos cuando podíamos con el poco tabaco que se conservaba seco porque Luis (que no se llamaba Luis, pero habíamos jurado no acordamos de nuestros nombres hasta que llegara el día) había tenido la buena idea de meterlo en una caja de lata que abríamos con más cuidado que si estuviera llena de escorpiones. Pero qué tabaco ni tra-gos de ron en esa condenada lancha, bamboleándose cinco días como una tortuga borracha, haciéndole frente a un norte que la cacheteaba sin lástima, y ola va y ola viene, los baldes despellejándonos las manos, yo con un asma del demonio y medio mundo enfermo, doblándose para vomitar con si fueran a partirse por la mitad. Hasta Luis, la segunda noche, una bilis verde que le sacó a las ganas de reírse, entre eso y el norte que no nos dejaba ver el faro de Cabo Cruz, un desastre que nadie se había imaginado; y llamarle a eso una expedición de desembarco era como para seguir vomitando pero de pura tristeza. En fin, cualquier cosa con tal de dejar atrás la lancha, cualquier cosa aunque fuera lo que nos esperaba en tierra -pero sabíamos que nos estaba esperando y por eso no importaba tanto-, el tiempo que se compone justamente en el peor momento y zas la avioneta de reconocimiento, nada que hacerle, a vadear la ciénaga o lo que fuera con el agua hasta las costillas buscando el abrigo de los sucios pastizales de los mangles yo como un idiota con mi pulverizador de adrenalina para poder seguir adelante, con Roberto que me llevaba el Springfield para ayudarme a vadear mejor la ciénaga (si era una ciénaga, porque a muchos ya se nos había ocurrido que a lo mejor habíamos errado el rumbo y que en vez de tierra firme habíamos hecho la estupidez de largarnos en algún cayo fangoso dentro del mar, a veinte millas de la isla...); y todo así, mal pensado y peor dicho, en una continua confusión de actos y nociones, una mezcla de alegría inexplicable y de rabia contra la maldita vida que nos estaban dando los aviones y lo que nos esperaba del lado de la carretera si llegábamos alguna vez, si estábamos en una ciénaga de la costa y no dando vueltas como alelados en un circo de barro y de total fracaso para diversión del babuino en su Palacio.
Ya nadie se acuerda cuánto duró, el tiempo lo medíamos por los claros entre los pastizales, los tramos donde podían ametrallarnos en picada, el alarido que escuché a mi izquierda, lejos, y creo fue de Roque (a él le puedo dar su nombre, a su pobre esqueleto entre las lianas y los sapos), porque de los planes ya no quedaban más que la meta final, llegar a la Sierra y reunirnos con Luis si también él conseguía llegar; el resto se había hecho trizas con el norte, el desembarco improvisado, los pantanos. Pero searnos justos: algo se cum-plía sincronizadamente, el ataque de los aviones enemigos. Había sido previsto y provocado; no falló. Y por eso, aunque todavía me doliera en la cara el aullido de Roque, mi maligna manera de entender el mundo me ayudaba a reírme por lo bajo (y me ahogaba todavía más, y Roberto me llevaba el Springfield para que yo pudiese inhalar adrenalina con la nariz casi al borde del agua tragando más barro que otra cosa), porque si los aviones estaban ahí entonces no podía ser que hubiéramos equivocado la playa, o lo sumo nos habíamos desviado algunas millas, pero la carretera estaría detrás de los pastizales, y después el llano abierto y en el norte las primeras colinas. Tenía su gracia que el enemigo nos estuviera certificando desde el aire la bondad del desembarco.
Duró vaya a saber cuánto, y después fue de noche y éramos seis debajo de unos flacos árboles, por primera vez en terreno casi seco, mascando tabaco húmedo y unas pobres galletas. De Luis, de Pablo, de Lucas, ninguna noticia; desperdigados, probablemente muertos, en todo caso tan perdidos y mojados como nosotros. Pero me gustaba sentir cómo con el fin de esa jornada de batracio se me empezaban a ordenar las ideas, y cómo la muerte, más probable que nunca, no sería ya un balazo al azar en plena ciénaga, sino una operación dialéctica en seco, perfectamente orquestada por las partes en juego. El ejército debía controlar la carretera, cercando los pantanos ala espera de que apareciéramos de a dos o de a tres, liquidados por el barro y las alimañas y el hambre. Ahora todo se veía clarísimo, tenía otra vez los puntos cardinales en el bolsillo me hacía reír sentirme tan vivo y tan despierto al borde del epílogo. Nada podía resultarme más gracioso que hacer rabiar a Roberto recitándole al oído unos versos del Viejo Paricho que le parecían abominables. “Si por lo menos nos pudiéramos sacar el barro”, se quejaba el Teniente. “O fumar de verdad” (alguien, más a la izquierda, ya no sé quién, alguien que se perdió al alba). Organización de la agonía: centinelas, dormir por turnos, mascar tabaco, chupar galletas infladas como esponjas. Nadie mencionaba a Luis, el temor de que lo hubieran matado era el único enemigo real, porque su confirmación nos anularía mucho más que el acoso, la falta de armas o las llagas en los pies. Sé que dormi, un rato mientras Roberto velaba, pero antes estuve pensando que todo lo que habíamos hecho en esos días era demasiado insensato para admitirse así de golpe la posibilidad de que hubieran matado a Luis. De alguna manera la insensatez tendría que continuar hasta el final, que quizá fuera la victoria, y en ese juego absurdo donde se había llegado hasta el escándalo de prevenir al enemigo que desembarcaríamos, no entraba la posibilidad de perder a Luis.
Creo que también pensé que si triunfábamos, que si conseguíamos reunimos otra vez con Luis, sólo entonces empezaría el juego en serio, el rescate de tanto romanticismo necesario y desenfrenado y peligroso. Antes de dormirme tuve como una visión: Luis junto a un árbol, rodeado por todos nosotros, se llevaba lentamente la mano a la cara y se la quitaba como si fuese una máscara. Con la cara en la mano se acercaba a su hermano Pablo, a mí, al Teniente, a Roque, pidiéndonos con un gesto que la aceptáramos, que nos la pusiéramos. Pero todos se iban negando uno a uno, y yo también me negué, sonriendo hasta las lágrimas, y entonces Luis volvió a ponerse la cara y le vi un cansancio infinito mientras se encogía de hombros y sacaba un cigarro del bolsillo de la guayabera. Profesionalmente hablando, una alucinación de la duerme vela y la fiebre, fácilmente interpretable. Pero si realmente habían matado a Luis durante el desembarco, ¿quién subiría ahora a la Sierra con su cara? Todos trataríamos de subir pero nadie con la cara de Luis, nadie que pudiera o quisiera asumir la cara de Luis. “Los diadocos”, pensé ya entredormido. “Pero todo se fue al diablo con los diadocos, es sabido”.
Aunque esto que cuento pasó hace rato, quedan pedazos y momentos tan recortados en la memoria que sólo se pueden decir en presente, como estar tirado otra vez boca arriba en el pastizal, junto al árbol que nos protege del cielo abierto. Es la tercera noche, pero al amanecer de ese día franquearnos la carretera a pesar de los jeep y la metralla. Ahora hay que esperar otro amanecer porque nos han matado al baqueano y seguimos perdidos, habrá que dar con algún paisano que nos lleve a donde se pueda comprar algo de comer, y cuando digo comprar casi me da risa y me ahogo de nuevo, pero en eso como en lo demás a nadie se le ocurriría desobedecer a Luis, y la comida hay que pagarla y explicarle antes a la gente quiénes somos y por qué andamos en lo que andamos. La cara de Roberto en la choza abandonada de la loma, dejando cinco pesos debajo de un plato a cambio de la poca cosa que encontramos y que sabía a cielo, acomida en el Ritz si es que ahí se come bien. Tengo tanta fiebre que se me va pasando el asma, no hay mal que por bien no venga, pero pienso de nuevo en la cara de Roberto dejando los cinco pesos en la choza vacía, y me da un tal ataque de risa que vuelvo a ahogarme y me maldigo. Habría que dormir, Tinti monta la guardia, los muchachos descansan unos contra otros yo me he ido un poco más lejos porque tengo la impresión de que los fastidio con la tos y los silbidos del pecho, y además hago una cosa que no debería hacer, y es que dos o tres veces en la noche fabrico una pantalla de hojas y meto la cara por debajo y enciendo despacito el cigarro para reconciliarme un poco con la vida.
En el fondo lo único bueno del día ha sido no tener noticias de Luis, el resto es un desastre, de los ochenta nos han matado por lo menos a cincuenta o sesenta; Javier cayó entre los primeros, el Peruano perdió un ojo y agonizó tres horas sin que yo pudiera hacer nada, ni siquiera rematarlo cuando los otros no miraban. Todo el día temimos que algún enlace (hubo tres con un riesgo increíble, en las mismas narices del ejército) nos trajera la noticia de la muerte de Luis. Al final es mejor no saber nada, imaginarlo vivo, poder esperar todavía. Fríamente peso las posibilidades y concluyo que lo han matado, todos sabemos cómo es, de qué manera el gran condenado es capaz de salir al descubierto con una pistola en la mano, y el que venga atrás que arree. No, pero López lo habrá cuidado, no hay como él para engañarlo a veces, casi como a un chico, convencerlo de que tiene que hacer lo contrario de lo que le da la gana en ese momento. Pero y si López...
Inútil quemarse la sangre, no hay elementos para la menor hipótesis, y además es rara esta calma, este bienestar boca arriba como si todo estuviera bien así, como si todo se estuviera cumpliendo (casi pensé: “consumando”, hubiera sido idiota) de conformidad con los planes. Será la fiebre o el cansancio, será que nos van a liquidar a todos como a sapos antes de que salga el sol. Pero ahora vale la pena aprovechar de este respiro absurdo, dejarse ir mirando el dibujo que hacen las ramas de árbol contra el cielo más claro, con algunas estrellas, siguiendo con ojos entornados ese dibujo casual de las ramas y las hojas, esos ritmos que se encuentran, se cabalgan y se separan, y a veces cambian suavemente cuando una bocanada de aire hirviendo pasa por encima de las copas, viniendo de las ciénagas. Pienso en mi hijo pero está lejos, a miles de kilómetros, en un país donde todavía se duerme en la cama, y su imagen me parece irreal, se me adelgaza y pierde entre las hojas del árbol, y en cambio me hace tanto bien recordar un tema de Mozart que me ha acompañado desde siempre, el movimiento inicial del cuarteto La caza, la evocación del alalí en la mansa voz de los violines, esa transposición de una ceremonia salvaje a un claro goce pensativo. Lo pienso, lo repito, lo canturreo en la memoria, y siento al mismo tiempo cómo la melodía y el dibujo de la copa del árbol contra el cielo se van acercando, traban amistad, se tantean una y otra vez hasta que el dibujo se ordena de pronto en la presencia visible de la melodía, un ritmo que sale de una rama baja, casi a la altura de mi cabeza, remonta hasta cierta altura y se abre como un abanico de tallos, mientras el segundo violín es esa rama más delgada que se yuxtapone para confundir sus hojas en un punto situado a la derecha, hacia el final de la frase, y dejarla terminar para que el ojo descienda por el tronco y pueda, si quiere, repetir la melodía. Y todo eso es también nuestra rebelión, es lo que estamos haciendo aunque Mozart y el árbol no puedan saberlo, también nosotras a nuestra manera hemos querido trasponer una torpe guerra a un orden que le dé sentido, la justifique y en último término la lleve a tina victoria que sea como la restitución de una melodía después de tantos años de roncos cuernos de caza, que sea ese allegro final que sucede al adagio como un encuentro con la luz. Lo que se divertiría Luis si supiera que en este momento lo estoy comparando con Mozart, viéndolo ordenar poco a poco esta insensatez, alzarla hasta su razón primordial que aniquila con su evidencia y su desmesura todas las prudentes razones temporales. Pero qué amarga, qué desesperada tarea la de ser un músico de hombres, por encima del barro y la metralla y el desaliento urdir ese canto que creíamos imposible, el canto que trabará amistad con la copa de los árboles, con la tierra devuelta a sus hijos. Sí, es la fiebre. Y cómo se reiría Luis aunque también a él le guste Mozart, me consta.
Y así al final me quedaré dormido, pero antes alcanzaré a preguntarme si algún día sabremos pasar del movimiento donde todavía suena el halalí del cazador, a la conquistada plenitud del adagio y de ahí al allegro final que me canturreo con un hilo de voz, si seremos capaces de alcanzar la reconciliación con todo lo que haya quedado vivo frente a nosotros. Tendríamos que ser como Luis, no ya seguirlo sino ser como él, dejar atrás inapelablemente el odio y la venganza, mirar al enemigo como lo mira Luis, con una implacable magnanimidad que tantas veces ha suscitado en mi memoria (pero esto, ¿cómo decírselo a nadie?) una imagen de pantocrátor, un juez que empieza por ser el acusado y el testigo y que no juzga, que simplemente separa las tierras de las aguas para que al fin, alguna vez, nazca una patria de hombres en un amanecer tembloroso, a orillas de un tiempo más limpio.
Pero otra que adagio, si con la primera luz se nos vinieron encima por todas partes, y hubo que renunciar a seguir hacia el noreste y meterse en una zona mal conocida, gastando las últimas municiones mientras el Teniente con un compañero se hacía fuerte en una loma y desde ahí les paraba un rato las patas, dándonos tiempo a Roberto y a mí para llevarnos a Tinti herido en un muslo y buscar otra altura más protegida donde resistir hasta la noche. De noche ellos no atacaban nunca, aunque tuvieran bengalas y equipos eléctricos, les entraba como un pavor de sentirse menos protegidos por el número y el derroche de armas; pero para la noche faltaba casi todo el día, y éramos apenas cinco contra esos muchachos tan valientes que nos hostigaban para quedar bien con el babuino, sin contar los aviones que a cada rato picaban en los claros del monte y estropeaban cantidad de palmas con sus ráfagas.
A la media hora el Teniente cesó el fuego y pudo reunirse con nosotros, que apenas adelantábamos camino. Como nadie pensaba en abandonar a Tinti, porque conocíamos de sobra el destino de los prisioneros, pensamos que ahí, en esa ladera y en esos matorrales íbamos a quemar los últimos cartuchos. Fue divertido descubrir que los regulares atacaban en cambio una loma bastante más al este, engañados por un error de la aviación, y ahí nomás nos largamos cerro arriba por un sendero infernal, hasta llegar en dos horas a una loma casi pelada donde un compañero tuvo el ojo de descubrir una cueva tapada por las hierbas, y nos plantamos resollando después de calcular una posible retirada directamente hacia el norte, de peñasco en peñasco, peligrosa, pero hacia el norte, hacia la Sierra donde a lo mejor ya habría llegado Luis.
Mientras yo curaba a Tinti desmayado, el Teniente me dijo que poco antes del ataque de los regulares al amanecer había oído un fuego de armas automáticas y de pistolas hacia el poniente. Podía ser Pablo con sus muchachos, o a lo mejor el mismo Luis. Teníamos la razonable convicción de que los sobrevivientes estábamos divididos en tres grupos, y quizá el de Pablo no anduviera tan lejos. El Teniente me preguntó si no valdría la pena intentar un enlace al caer la noche.
—Si vos me preguntás eso es porque te estás ofreciendo para ir —le dije. Habíamos acostado a Tinti en una cama de hierbas secas, en la parte más fresca de la cueva, y fumábamos descansando. Los otros dos compañeros montaban guardia afuera.
—Te figuras —dijo el Teniente, mirándome divertido—. A mí estos paseos me encantan, chico.
Así seguimos un rato, cambiando bromas con Tinti que empezaba a delirar, y cuando el Teniente estaba por irse entró Roberto con un serrano y un cuarto de chivito asado. No lo podíamos creer, comimos como quien se come a un fantasma, hasta Tinti mordisqueó un pedazo que se le fue a las dos horas junto con la vida. El serrano nos traía la noticia de la muerte de Luis; no dejamos de comer por eso, pero era mucha sal para tan poca carne, él no lo había visto aunque su hijo mayor, que también se nos había pegado con una vieja escopeta de caza, formaba parte del grupo que había ayudado a Luis y a cinco compañeros a vadear un río bajo la metralla, y estaba seguro de que Luis había sido herido casi al salir del agua y antes de que pudiera ganar las primeras matas. Los serranos habían trepado al monte que conocían congo nadie, y con ellos dos hombres del grupo de Luis, que llegarían por la noche con las armas sobrantes y un poco de parque.
El Teniente encendió otro cigarro y salió a organizar el campamento y a conocer mejor a los nuevos; yo me quedé al lado de Tinti que se derrumbaba lentamente, casi sin dolor. Es decir que Luis había muerto, que el chivito estaba para chuparse los dedos, que esa noche seríamos nueve o diez hombres y que tendríamos municiones para seguir peleando. Vaya novedades. Era como tina especie de locura fría que por un lado reforzaba al presente con hombres y alimentos, pero todo eso para borrar de un manotazo el futuro, la razón de esa insensatez que acababa de culminar con una noticia y un gusto a chivito asado. En la oscuridad de la cueva, haciendo durar largo mi cigarro, sentí que en ese momento no podía permitirme el lujo de aceptar la muerte de Luis, que solamente podía manejarla como un dato más dentro del plan de campaña, porque si también Pablo había muerto el jefe era yo por voluntad de Luis, y eso lo sabían el Teniente y todos los compañeros, y no se podía hacer otra cosa que tomar el mando y llegar a la Sierra y seguir adelante como si no hubiera pasado nada. Creo que cerré los ojos, y el recuerdo de mi visión fue otra vez la visión misma, y por un segundo me pareció que Luis se separaba de su cara y me la tendía, y yo defendí mi cara con las dos manos diciendo: “No, no, por favor no, Luis”, y cuando abrí los ojos el Teniente estaba de vuelta mirando a Tinti que respiraba resollando, y le oí decir que acababan de agregársenos dos muchachos del monte, una buena noticia tras otra, parque y boniatos fritos, un botiquín, los regulares perdidos en las colinas del este, un manantial estupendo a cincuenta metros. Pero no me miraba en los ojos, mascaba el cigarro y parecía esperar que yo dijera algo, que fuera yo el primero en volver a mencionar a Luis.
Después hay como un hueco confuso, la sangre se fue de Tinti y él de nosotros, los serranos se ofrecieron para enterrarlo, yo me quedé en la cueva descansando aunque olía a vómito y a sudor frío, y curiosamente me dio por pensar en mi mejor amigo de otros tiempos, de antes de esa cesura en mi vida que me había arrancado a mi país para lanzarme a miles de kilómetros, a Luis, al desembarco en la isla, a esa cueva. Calculando la diferencia de hora imaginé que en ese momento, miércoles, estaría llegando a su consultorio, colgando el sombrero en la percha, echando una ojeada al correo. No era una alucinación, me bastaba pensar en esos años en que habíamos vivido tan cerca uno de otro en la ciudad, compartiendo la política, las mujeres y los libros, encontrándonos diariamente en el hospital; cada uno de sus gestos me era tan familiar, y esos gestos no eran solamente los suyos sino que abarcan todo mi mundo de entonces, a mí mismo, a mi mujer, a mi padre, abarcaban mi periódico con sus editoriales inflados, mi café a mediodía con los médicos de guardia, mis lecturas y mis películas y mis ideales. Me pregunté qué estaría pensando mi amigo de todo esto, de Luis o de mí, y fue como si viera dibujarse la respuesta en su cara (pero entonces era la fiebre, habría que tomar quinina), una cara pagada de sí misma, empastada por la buena vida y las buenas ediciones y la eficacia del bisturí acreditado. Ni siquiera hacía falta que abriera la boca para decirme yo pienso que tu revolución no es más que... No era en absoluto necesario, tenía que ser así, esas gentes no podían aceptar una mutación que ponía en descubierto las verdaderas razones de su misericordia fácil y a horario, de su caridad reglamentada y a escote, de su bonhomía entre iguales, de su antirracismo ele salón pero cómo la nena se va a casar con ese mulato, che, de su catolicismo con dividendo anual y efemérides en las plazas embanderadas, de su literatura de tapioca, de su folklorismo en ejemplares numerados y mate con virola de plata, de sus reuniones de cancilleres genuflexos, de su estúpida agonía inevitable a corto o largo plazo (quinina, quinina, y de nuevo el asma). Pobre amigo, me daba lástima imaginarlo defendiendo como un idiota precisamente los falsos valores que iban a acabar con él o en el mejor de los casos con sus hijos; defendiendo el derecho feudal a la propiedad y a la riqueza ilimitadas, él que no tenía más que su consultorio y una casa bien puesta, defendiendo los principios de la Iglesia cuando el catolicismo burgués de su mujer no había servido más que para obligarlo a buscar consuelo en las amantes, defendiendo una supuesta libertad individual cuando la policía cerraba las universidades y censuraba las publicaciones, y defendiendo por miedo, por el horror al cambio, por el escepticismo y la desconfianza que eran los únicos dioses vivos en su pobre país perdido. Y en eso estaba cuando entró el Teniente a la carrera y me gritó que Luis vivía, que acababan de cerrar un enlace con el norte, que Luis estaba más vivo que la madre de la chingada, que había llegado a lo alto de la Sierra con cincuenta guajiros y todas las armas que les habían sacado a un batallón de regulares copado en una hondonada, y nos abrazamos como idiotas y dijimos esas cosas que después, por largo rato, dan rabia y vergüenza y perfume, porque eso y comer chivito asado y echar para adelante era lo único que tenía sentido, lo único que contaba y crecía mientras no nos animábamos a mirarnos en los ojos y encendíamos cigarros con el mismo tizón, con los ojos clavados atentamente en el tizón y secándonos las lágrimas que el humo nos arrancaba de acuerdo con sus conocidas propiedades lacrimógenas.
Ya no hay mucho que contar, al amanecer uno de nuestros serranos llevó al Teniente y a Roberto hasta donde estaban Pablo y tres compañeros, y el Teniente subió a Pablo en brazos porque tenía los pies destrozados por las ciénagas. Ya éramos veinte, me acuerdo de Pablo abrazándome con su manera rápida y expeditiva, y diciéndome sin sacarse el cigarrillo de la boca: “Si Luis está vivo, todavía podemos vencer”, y yo vendándole los pies que era una belleza, y los muchachos tomándole el pelo porque parecía que estrenaba zapatos blancos y diciéndole que su hermano lo iba a regañar por ese lujo intempestivo. “Que me regañe”, bromeaba Pablo fumando como un loco, “para regañar a alguien hay que estar vivo, compañero, y ya oíste que está vivo, vivito, está más vivo que un caimán, y vamos arriba ya mismo, mira que me has puesto vendas, vaya lujo...” Pero no podía durar, con el sol vino el plomo de arriba y abajo, ahí me tocó un balazo en la oreja que si acierta dos centímetros más cerca, vos, hijo, que a lo mejor hacés todo esto, te quedás sin saber en las que anduvo tu viejo. Con la sangre y el dolor y el susto las cosas se me pusieron estereoscópicas, cada imagen seca y en relieve, con unos colores que debían ser mis ganas de vivir y además no me pasaba nada, un pañuelo bien atado ya seguir subiendo; pero atrás se quedaron dos serranos, y el segundo de Pablo con la cara hecha un embudo por una bala cuarenta y cinco. En esos momentos hay tonterías que se fijan para siempre; me acuerdo de un gordo, creo que también del grupo de Pablo, que en lo peor de la pelea quería refugiarse detrás de una caña, se ponía de perfil, se arrodillaba detrás de la caña, y sobre todo me acuerdo de ése que se puso a gritar que había que rendirse, y de la voz que le contestó entre dos ráfagas de Thompson, la voz del Teniente, un bramido por encima de los tiros, un: “¡Aquí no se rinde nadie, carajo!”, hasta que el más chico de los serranos, tan callado y tímido hasta entonces me avisó que había una senda a cien metros de ahí, torciendo hacia arriba y a la izquierda, y yo se lo grité al Teniente y me puse a hacer punta con los serranos siguiéndome y tirando como demonios, en pleno bautismo de fuego y saboreándolo que era un gusto verlos, y al final nos fuimos juntando al pie de la selva donde nacía el sendero y el serranito trepó y nosotros atrás, yo con un asma que no me dejaba andar y el pescuezo con más sangre que un chancho degollado, pero seguro de que también ese día íbamos a escapar y no sé porqué, pero era evidente como un teorema que esa misma noche nos reuniríamos con Luis.
Uno nunca se explica cómo deja atrás a sus perseguidores, poco a poco ralea el fuego, hay las consabidas maldiciones y “cobardes, se rajan en vez de pelear”, entonces de golpe es el silencio, los árboles que vuelven a aparecer como cosas vivas y amigas, los accidentes del terreno, los heridos que hay que cuidar, la cantimplora de agua con un poco de ron que corre de boca en boca, los suspiros, alguna queja, el descanso y el cigarro, seguir adelante, trepar siempre aunque se me salgan los pulmones por las orejas, y Pablo diciéndome oye, me los hiciste del cuarenta y dos y yo calzo del cuarenta y tres, compadre, y la risa, lo alto de la loma, el ranchito donde un paisano tenía un poco de yuca con mojo y agua muy fresca, y Roberto, tesonero y concienzudo sacando sus cuatro pesos para pagar el gasto y todo el mundo, empezando por el paisano, riéndose hasta herniarse, y el mediodía invitando a esa siesta que había que rechazar como si dejáramos irse a una muchacha preciosa mirándole las piernas hasta lo último.
Al caer la noche el sendero se empinó y se puso más que difícil, pero nos relamíamos pensando en la posición que había elegido Luis para esperamos, por ahí no iba a subir ni un gramo. “Vamos a estar como en la iglesia”, decía Pablo a mi lado, “hasta tenemos el armonio”, y me miraba zumbón mientras yo jadeaba una especie de pasacaglia que solamente a él le hacía gracia. No me acuerdo muy bien de esas horas, anochecía cuando llegarnos al último centinela y pasarnos uno tras otro, dándonos a conocer y respondiendo por los serranos, hasta salir por fin al claro entre los árboles donde estaba Luis apoyado en un tronco, naturalmente con su gorra de interminable visera y el cigarro en la boca. Me costó el alma quedarme atrás, dejarlo a Pablo que corriera y se abrazara con su hermano, y entonces esperé que el Teniente y los otros fueran también y lo abrazaran, y después puse en el suelo el botiquín y el Springfield y con las manos en los bolsillos me acerqué y me quedé mirándolo, sabiendo lo que iba a decirme, la broma de siempre:
—Mira que usar esos anteojos —dijo Luis.
—Y vos esos espejuelos —le contesté, y nos doblamos de risa, y su quijada contra mi cara me hizo doler el balazo como el demonio, pero era un dolor que yo hubiera querido prolongar más allá de la vida.
—Así que llegaste, che —dijo Luis.
Naturalmente, decía “che” muy mal.
—¿Qué tú crees? —le contesté igualmente mal. Y volvimos a doblamos como idiotas, y medio mundo se reía sin saber por qué. Trajeron agua y las noticias, hicimos la rueda mirando a Luis, y sólo entonces nos dimos cuenta de cómo había enflaquecido y cómo le brillaban los ojos detrás de los jodidos espejuelos.
Más abajo volvían a pelear, pero el campamento estaba momentáneamente a cubierto. Se pudo curar a los heridos, bañarse en el manantial, dormir, sobre todo dormir, hasta Pablo que tanto quería hablar con su hermano. Pero como el asma es mi amante y me ha enseñado a aprovechar la noche, me quedé con Luis apoyado en el tronco de un árbol, fumando y mirando los dibujos de las hojas contra el cielo, y nos contamos de a ratos lo que nos había pasado desde el desembarco, pero sobre todo hablamos del futuro, de lo que iba a empezar cuando llegara el día en que tuviéramos que pasar del fusil al despacho con teléfonos, de la sierra a la ciudad, y yo me acordé de los cuernos de caza y estuve a punto de decirle a Luis lo que había pensado aquella noche, nada más que para hacerlo reír. Al final no le dije nada, pero sentía que estábamos entrando en el adagio del cuarteto, en una precaria plenitud de pocas horas que sin embargo era una certidumbre, un signo que no olvidaríamos. Cuántos cuernos de caza esperaban todavía, cuántos de nosotros dejaríamos los huesos como Roque, como Tinti, como el Peruano. Pero bastaba mirar la copa del árbol para sentir que la voluntad ordenaba otra vez su caos, le imponía el dibujo del adagio que alguna vez ingresaría en el allegro final, accedería a una realidad digna de ese nombre. Y mientras Luis me iba poniendo al tanto de las noticias internacionales y de lo que pasaba en la capital y en las provincias, yo veía cómo las hojas y las ramas se plegaban poco a poco a mi deseo, eran mi melodía, la melodía de Luis que seguía hablando ajeno a mi fantaseo, y después vi inscribirse una estrella en el centro del dibujo, y era una estrella pequeña y muy azul, y aunque no sé nada de astronomía y no hubiera podido decir si era una estrella o un planeta, en cambio me sentí seguro de que no era Marte ni Mercurio, brillaba demasiado en el centro del adagio, demasiado en el centro de las palabras de Luis como para que alguien pudiera confundirla con Marte o con Mercurio.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Sobre "Talpa"

En el Ojo encontrarán Cuerpo y culpa en "Talpa", de Juan Rulfo.
Aparte del monólogo confesional, me interesa que trabajen la ambigüedad.
Podrían comenzar el cuento con la siguiente frase:"Quizás empecemos a tenernos miedo uno al otro".
No teman; escriban...

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Tarea 8

La tarea es monólogo confesional.

Cariños, L.

(más detalles en el cuento a leer, Carolina)

Octava Lectura


Juan Rulfo(México, 1918-1986)
Talpa
Originalmente publicado en la revista AméricaNº 62, enero, 1950(El llano en llamas, 1953)

Natalia se metió entre los brazos de su madre y lloró largamente allí con un llanto quedito. Era un llanto aguantado por muchos días, guardado hasta ahora que regresamos a Zenzontla y vio a su madre y comenzó a sentirse con ganas de consuelo.

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jueves, 1 de noviembre de 2007

Tarea 7

La tarea es narración desde la conciencia y unión de voces narrativas.

Septima Tarea


ESTÁS CAYENDO de Diego Muñoz


Recuerdas aquellos caracoles tornasolados que disponías en filas geométricas que el sol iba desperezando, desordenando, esos obstinados seres encerrados en sus caparazones espirales, aguardando el momento preciso para emerger desde la obscuridad, desplegar sus filamentos sensibles, antenas, ojos que tactan la tierra ‑caracol, caracol, saca tus cachitos al sol‑. Más arriba los geranios, los floripondios gigantes ante tus iris infantiles, tus pupilas inundadas de verdes, de rojos, de amarillos; las manos ordenando los bicharracos que se animan con el calorcito y van en busca de los tallos, de las hojas tiernas. Entonces tu mente salta a otros recuerdos, subes por entre cerros cubiertos de pinos y eucaliptus, los pies haciendo crujir las agujas del suelo y las hojas lanceoladas y fragantes, las ramas en lo alto rozándose, frotándose, llevando a tu oído sonidos inquietantes por donde se deslizan las imágenes de los ogros, las hechiceras, los gnomos de los cuentos, vas de la mano de alguien que puede ser tu hermana, pero el rostro de ella está cubierto por una especie de neblina que te impide reconocerla; de pronto el bosque se rompe y aparece una duna interminable, atrás el mar se materializa llenando tus ojos hasta la saciedad con su extensión inmensa. Muy arriba un alcatraz flota estático en el viento con las alas desplegadas. Un lobo marino retoza cerca de las toninas que observas fascinado. Todo se esfuma y estás en la básica con tu overall beige inclinado en el escritorio desde donde te vigila el orificio destinado a un tintero extinguido por donde arrojas la goma que recuperas por abajo, entre los cuadernos se deslizan tus dedos, una y otra vez repites la misma operación mientras la maestra habla de esto y lo otro. Estás cayendo, estás cayendo. Sujetas torpemente, con unos chinches opacos, el editorial del Diario Mural sobre la superficie de corcho mil veces pinchada por tus manos; tu caligrafía se deja a duras penas entender, hablas ahí de las pruebas nucleares de los franceses en el atolón de Mururoa, la nube radiactiva cerniéndose sobre el continente con su carga de peligros genéticos; más allá unos recortes de diario sobre lo mismo, una composición también tuya sobre el día de los trabajadores "la matanza de obreros en Chicago fue un crimen puesto que ellos solamente buscaban un poco de justicia elemental, un poco de pan para sus hijos", esa frase que te salió de no sé dónde junto a más de una lágrima, ese nudo en la garganta que te ha perseguido siempre que algo no te gusta y hiere tu alma allá por el fondo ese que nunca alcanza a verse. El mismo nudo que se te hizo cuando dramatizabas ante el curso el final del cuento "Lucero" de Oscar Castro, ese instante en que el arriero ‑empujado por las circunstancias‑ debe lanzar su caballo, que es su amigo, su compañero; Rubén Olmos envía a la bestia de un solo empellón inmenso al abismo y se te quiebra la voz y los ojos se te nublan en tanto la sala de clases se ha convertido en un bloque de silencio donde casi nadie respira, mientras tú vuelves a tu puesto con los ojos medio cerrados para contener esa agua en el límite de los párpados, no ves los ojos enrojecidos de tus compañeros que te palmotean la espalda a la salida. Estás cayendo y oyes el burlitzer de la fuente de soda a la entrada del Liceo: Santana, Favio, Piero, The Beatles; estás tan apegado al cuerpo de una adolescente demasiado pintada, con un perfume que puedes sentir mejor si inclinas tu rostro sobre el hombro de ella, la aprietas con suavidad, ella te mira tierna a los ojos sonriendo, la invitas al patio, algún compañero te hace una señal con la mano empuñada y el pulgar hacia arriba, sientes que te sonrojas, por suerte la penumbra te salva, pero el corazón salta enloquecido ante la inminencia del beso que viene, los labios que se desatan en mensajes húmedos, en mordeduras sutiles que ella ‑sin duda más experta‑ va enseñándote a ti que nunca antes has besado a nadie y ya ni puedes escuchar los acordes de "Let It Be" porque la tibieza de una lengua te recorre labios, paladar, dientes, porque ella te abraza fuerte, fuerte y ya nada, nada importa lo que ocurre afuera de los dos. Caes y llevas puesto un pañuelo que cubre la mitad de tu rostro, sal bajo los ojos y alrededor de la boca, succionas un limón para amortiguar el efecto de los gases lacrimógenos; las bombas caen por todas partes del liceo tomado, arrojas piedras casi a ciegas desde el techo del tercer piso, al lado de tus compañeros estás combatiendo, con rabia tremenda, la rabia que te hace arder cuando recuerdas el callejón oscuro que te obligaron a cruzar en la micro de los carabineros, aún sientes los puñetazos y las patadas bestiales del Grupo Móvil sobre tus trece años; entonces ya no sientes el ardor en los ojos ni el gas que te ahoga y arrojas con furia las piedras que vuelan hacia el blanco. ‑¡Ganaste, ganaste, compañero!‑ gritas solo en tu pieza al escuchar los escrutinios finales, solo, porque estás agripado en cama y tus padres y hermanos estarán celebrando en otra parte sin ver las lágrimas que salen ahora de tus ojos sin vergüenza, ríes y lloras enloquecido de alegría. Caes, vas cayendo. Los tanques se desplazan por la ciudad con su lenguaje de fuego y muerte. Los aviones de guerra bombardean el palacio presidencial. Tú, junto a los demás, esperando en un sótano las armas y lo soldados patriotas que nunca llegaron; tuviste que irte finalmente, comenzar el peregrinaje por cien calles, esos días llenos de pólvora en que no podías regresar a tu casa, en que no supiste nada de tu familia, esos días que se llevaron tantos amigos, ese amigohermanocompañero que se fue entre tus brazos, ese poema que empezarías escribir desde ese mismo momento, esos versos por los cuales más de alguien te dijo "deberías dedicar más tiempo a escribir", pero tú no, dale con que es más importante la libertad que un millón de poemas, por hermosos que estos fuesen. Vas cayendo y está Cristina frente a ti, Cristina con su mirada llena de dulzura, Cristina acurrucándote como un niño cuando te viene la pena y te besa los ojos cerrados y te hace cariño en el cabello. Cristina que te muerde los labios, que te deja marcas en el cuello, en los hombros después de hacer el amor, que se desnuda con esa ternura enorme que se trasluce en todos sus movimientos tan únicos, tan suyos. Cristina y ese salvajismo de ambos que va creciendo hasta quedarse quietitos, extenuados, aún besándose, queriéndose más que antes. Caes, hermano, y puedes ver las copias a mimeógrafo que van saltando en cada vuelta del rodillo, tus manos escribiendo las paredes de la ciudad, tu voz (que no parece la tuya) en el centro de un mitín callejero. Caes, hermano, y aún no hace un minuto que alguien gritaba: " Cuidado, cuidado, que andan agentes de civil! ". No hace un minuto todavía que estabas en la barricada junto a otros cantando, con el rostro iluminado por las llamas ondulantes, feliz de estar ahí, peleando con tu gente. No hace nada casi que se sintieron los estampidos y comenzaste esta caída lenta lenta lenta lenta donde recuerdas tantas cosas y no sabes por qué, sólo sabes que estás cayendo, no tienes por qué saber la razón de estos recuerdos, compañero, estás cayendo, compañero, sólo eso, cayendo.

miércoles, 24 de octubre de 2007

Comentarios acerca de "El otro afuera" de Lilian Elphick



METÁFORAS DEL DESEO Y LA VIOLENCIA Por Javier Edwards Renard. Revista de Libros de El Mercurio.

RELATOS Y UTOPÍA AMOROSA Por Patricia Espinosa. Crítica Literaria.

Ver aquí

Tarea 6

Ironía , parodia de la reailidad, del mundo.

Isa: cuento corto.

Sexta Tarea

JUEGO DE CUATRO ESTACIONES de Lilian Elphick

Cabe el deseo.
El deseo cabe en todas partes y se
manifiesta de las maneras más
insospechadas, cuando se manifiesta, y
cuando no se manifiesta –las más de las
veces- es una pulsión interna, un latido
de ansiedad incontenible.
Luisa Valenzuela


I

NO ES QUE ELLA quiera ser presumida por mirarse en el espejo con una carta en sus manos, sólo es la manera de pensar en el verano y en sus damascos reventados en la tierra. No sólo es el calor insoportable de la calle, hombres en impecables pantalones blancos, mujeres vestidas de flores y lunares: revistas viejas para hojear; y la canción de que todo pasa, tarde o temprano el verano es una marea que se retira, dejando sombras y más de algún pedazo de sandia en una mesa. Por eso ella cree y no le molesta el sudor que se anida en su cuello cuando se desnuda enterita, dejando la ropa tirada en el suelo, por que ya nada importa (a ella nada le importa), la pieza oscura y el sol de pelusas que filtra por un agujero que ella escarbo en la madera. Por los muslos se van enrollando los calzones y ella es experta en sacárselos sin las manos, se mueve y ellos ruedan hacia abajo en animalitos traviesos. No, ella no es presumida porque alguien le escribe. Es un poco más feliz, eso es todo, es la pequeña alegría de ver su nombre escrito en papel por una mano que la quiere (ella lo sabe a pesar del gesto oblicuo que le voltea la cara), por las palabras estampadas en su desnudez, en la carta que ella despliega frente al espejo, en un juego de abanico, ella desuda con la carta al borde de los pechos, y parece una estatua, rígida, un movimiento de labios, quizás una media luna de sonrisa, por que yo sé que piensa en ése que la desea, el anónimo, el extranjero, el que miente. En ése piensa cuando se mira al espejo y sueña las mil formas que puede tener mi cara, el color de mis ojos, la reciedumbre de mi cuerpo, y me alegra que me invente hermoso, lo sé, lo veo, porque ella cierra los ojos y me abraza, acaricia mi altura, me toma de la mano para correr por un parque de hojas crujientes, por una playa donde galopan caballos blancos, una playa vacía con arena gris, un mar reposado, por ahí correr, pies desnudos, a la horilla de un deseo indeterminado, aunque nada exista, nada.
Detrás de una cortina a penas descorrida quedo yo y nadie más, y dentro de la pieza oscura, una que sueña que la vida es diferente.


II

Yo podría hablar o murmurar rabias, alegrar desamparos, soledades, gritar hastíos, golpear bien fuerte la mesa y decir: “aquí la que mando soy yo, tú dedícate a pintar paños de cocina”, para que la gente no ande diciendo que poco menos te tengo que dar la comida en la boca y limpiar las pozas de tus meados, dedícate a pintar paños de cocina, verás que fácil es hacer flores amarillas y rojas, y que no te tiemble la mano porque la pintura se corre y ya no queda flor sino mancha, una horrible mancha que no sale, y es un paño que sirve para trapero, o para que ensayes flores y flores y pétalos, o unas uvas bien moradas…Yo podría enseñarte a fingir que eres inteligente, que puedes caminar por la calle con la frente en alto y pronunciar tu nombre sin titubeos, pero pienso que cualquier mañana lo echas todo a perder, cualquier tarde llegas y te levantas la falda para mostrar que tienes media nuevas y te ríes tanto que todos se ríen contigo, y al final te tengo que ir a buscar porque de al lado me gritan que vaya a buscar a la loquita que zarandea el polvo de las calles, que vaya a buscar a la tonta que anda caliente, que la entre rápido antes que se ponga a llorar porque le dijeron ya córtala tonta huevona, ándate a tu casa mejor será, chalá. Yo podría …, pero ella es indefensa y tiene muchos miedos, que el papá venga de nuevo, por ejemplo. Ese es su miedo, que el papá venga y le prometa llevársela, sacarla de fango y pasearla por la ciudad como a una señorita, y le prometa y no cumpla, y después trata el papá, trata de arrinconarla por ahí y le corre mano, hasta que se va porque yo lo ordeno, váyase y no vuelva y él me huele que no estoy de bromas y se va riendo, quien eres tú, me increpa, pero él sabe perfectamente quién soy, qué sangre tengo y cuánta lluvia han caído en estos años, él lo sabe y me desconoce, y a mí me duele porque alguna vez lo llamé papito lindo, alguna vez, en otra época, cuando aún no sabíamos porqué ella, de cuatro años miraba el techo por horas.
Entonces ahí la tengo bien protegida. Nuestra pieza tiene un espejo y un agujero por donde entra el sol de pelusa, ahí la tengo, y a veces puede regar las plantas, esas calas que planté hace años y que ahora se doblegan, esa enredadera mugrienta que cría arañas, que la riegue, esa no sé como se llama, esos diegos de la noche que salieron solos, que me ayude en los menesteres del agua, que se moje las pantorrillas y me mire y se ría, ahí la tengo, aquí, protegida por cuatro paredes. Yo lo hago todo porque soy mayor, trabajo, hago la comida, echo al papá cuando hay que hacerlo, yo lo hago todo sin quejarme, ella me pregunta si puede desgranar conmigo y yo le digo ándate a ver revistas, hombres en impecables pantalones, mujeres vestidas de flores y lunares; yo desgrano arvejas, pico cebollas, barro y le lavo el pelo allá atrás, a ella la baño y la despiojo, le jabono las axilas, le cambio los calzones y la santiguo porque nunca se sabe , y ella así no tiene de que preocuparse , no tiene para que salir a fuera a la calle, ni a comprar ni a mostrar las tetas como me imagino que lo haría, que las muestre aquí adentro, frente a su espejo, que juegue, que sueñe todo lo que quiera, que cuente cuántos días quedan para el 21 de mayo, que adivine qué estación viene, donde las hojas de los árboles se caen y aún no hace frío ni mucha lluvia, que adivine cómo se viste el extranjero que la ama, el que vendrá en un caballo, no como padre sino como príncipe, el 21 de septiembre, justo ese día , porque ¿qué estación comienza, cuál es esa estación de flores y brotes verdes, de volantines y de vientos , de cordillera nevada y majestuosa?


III

Yo no tengo para qué contarme historias ni mirarme en el espejo. El espejo sólo podrá mostrarme la brutalidad de un cuerpo que envejece. Además sé que no es así como ella piensa que es, porque es más simple ponerlo en un tono amable. Yo voy por la noche y me acuesto en una cama que me tenga algo de cariño. Eso es todo. Yo voy y conozco a un hombre hilachudo, descosido, de camisa afuera y pantalón sin basta, uno que jamás usará corbata, salvo para un bautizo o entierro, uno que come y eructa y pide otra caña, uno que sólo sabe decir mijita rica o guachita con la boca abierta y los dientes cariados. Con ése me voy cualquier noche cuando ella duerme y la cabrería grita afuera, y ése me lleve a su piezucha, si es que la tiene, me saca la ropa a tirones y me la raja, y me aprieta los pechos, me los estruja, las piernas me las navega como quiere, y yo cierro los ojos y me gusta, y pienso que ella duerme tranquila, soñando, soñando siempre, que sueñe mientras yo …, que sueñe que es invierno y baldeamos la lluvia del piso, que se suba a una silla con la carta en las manos y se mire al espejo, tiritando, de gallina la piel, de pollo muerto, a ella nada le importa, que sueñe cuando yo me estremezco y ése me monta y yo lo siento entero adentro mío, que éste tranquilita cuando grite y ése me babee la espalda, que ella esté tranquila… piolita.


IV

Juego de cuatro estaciones he llamado a este juego de cartas. El que lea esto comprenderá que lo escrito puede durar mucho, algo así como siglos. Y yo quiero que ella dure siglos, aunque muera en este instante, aunque yo la mate. Las otras historias que he leído así lo dicen. La Corín Tellado me ha enseñado mucho. Tanta palabra nueva… tanto silencio.
La mami hace siglos me dijo deberás cuidarla y no supe cómo. Al principio le lanzaba una pelota que ella jamás agarró, también la llevé al circo, a los Juegos Diana, pero nada le importó. Ella tiene unos ojos que nunca miran donde deben mirar y unas manos de ciega que van a tocando las cosas sin reconocerlas del todo. Ella tiene la soledad hecha piñen, sus lunares no son marcas de guerra, son hormigueros abandonados; el pelo tan largo de puro insolente, su guatita que ronronea desde que tuvo a la tenia de alojada. Ella, la bella piojosa, la pulguienta encantada.
Como nada le importa, no la dejé salir. De ahora en adelante no saldrás, le dije, el mundo de allá afuera no te interesa, tú quieres estar conmigo y que te cuide, ¿no es cierto?, las dos solas, ¿verdad?, afuera el mundo es muy grande y te perderías. Si un día te fueras de aquí ya no podrías regresar, llorarías por las calles y al final te quedarías dormida en el fondo vacío de una artesa, en un patio ajeno, quizás con qué gente preguntándote cosas, y al despertar verías caras desconocidas, no me encontrarías nunca más. Y ella no respondió nada, se quedo callada por mucho rato, haciéndose la que no entendía. Comimos, y cuando retiramos los platos, ella se acercó por detrás, me tocó el hombro y me dije despacito: si no me voy a ir a niún lado. Yo la tomé por la cintura y ella se apoyó en mi pecho, le hice cariño en el pelo, sé que no te vas a ir a ningún lado, mi preciosa, tú no te vas a ir nunca, mi pequeña, las hermanitas no se separan, la hermana mayor cuida a la niña. Sí, tú me cuidai a mí, dijo, y me vai a hacer harto car-iño, siguió diciendo.
Cuando quise escribirle tuve que ensayar todas las noches hasta lograr la letra que quería. Eran cartas de alguien que juraba estar enamorado de ella. Después se me ocurrió hablarle de las estaciones del año, y cómo el amor era diferente según el frío o el calor. Le pedí que se mirara al espejo porque ahí me veía. Las cartas se las encarga yo misma, mira lo que te trajo el cartero, ¿un regalo?, no, una carta, alguien que te escribió una carta, ¿quieres que te la abra?, no, entonces, ábrela tú, y ella se quedaba mirándome, la floja, así se hace, ¿ves? Trataba de leérsela lo mejor posible y ella escuchaba sin interrumpirme, ¿te la leo de nuevo?, no, decía, la guardamos entonces. La puse en una caja de metal, y ella siguió sin moverse hasta que me preguntó si Tu Ferviente Enamorado vendría a visitarla, yo le respondí que quizás él no se atrevía aún, déjalo que te escriba harto, algún día te vendrá a visitar, ¿algún día cuando es?, preguntó preocupada, no sé, contesté, sólo él lo sabe. Y me dio tanto miedo.
Sólo yo lo sé, sólo yo puedo darle vida a ese hombre que la ama, darle la muerte o desaparecerlo también, pero la verdad todavía no es parte del juego, a ella la verdad no le gusta, aunque parece no entender nunca nada, yo sé que le gusta lo otro, el sueño, parase frente al espejo por horas y horas, que le lea.
Las cartas se han ido acumulando por tres años, la caja de metal se hizo chica. Trasladamos las cartas a una caja de cartón, fea y desarmada. Una caja que no tiene lugar preciso.
Hace dos semanas ella quiso jugar a que él llegaba, entonces yo llegué y la sorprendí cuando se sacaba la ropa para iniciar el juego. Por qué te sacas la ropa le pregunté, por que me gusta, tartamudeó.
La obligué a ponerse una enagua, algo que hiciera cubrirse mis sustos.


V

Es invierno ahora y él no ha podido visitarla de nuevo. Ella me pide que yo venga no más, que le da cosquillas mi bigote de mentira, me he negado y ella insiste, me llora, le da rabieta. Ya va ha legar de verdad, le miento, él va a venir a verte tan pronto terminen estas lluvias, ¿no ves que está todo inundado allá afuera?, seguramente se le murió el caballo cuando cruzó la cordillera, se le murió congelado y tuvo que enterrarlo, por eso se demora, quizás en primavera…, cuando el hilo curado corta las manos…, cuando los escolares cantan banderita mi banderita tricolo-or…, pero ella me quiere a mí, no importa, alega, tú venme a ver…Hasta que de un bofetón le hago callar, cabra conchetumadre quédate callá nisque me estai volviendo loca; aprieto los puños y pienso que si le pego todo sa va a acabar, cierro los ojos, ya pasaron las ganas. Miro para afuera, dentro de poco, si no para de llover, el barro se nos mete hasta aquí mismo donde estoy parada, y me carga irme donde los vecinos, pasar la noche oyendo los goterones, los ronquidos del viejo, las tablas que crujen, ella que no me quiere soltar la mano, no te vayai, y cuando amanece partir a baldear y remover las costras de barro pegadas a la mesa y a las patas de la cama, quédate ahí, y ella se queda arriba de la silla por horas mirando cómo se pega la humedad en esta piel mía, mirando el humito que sale de mi boca, los mocos colgando, mirando la forrajera en papel de diario y cómo se diluye la tinta negra y se revuelven las letras, la mazamorra.
Pero la lluvia amaina le cuento a ella, mira que está lloviendo despacito, mira que ahora llueve como si un cabro chico estuviera llorando, con esas lagrimitas sucias que caen por la mejilla, con esas lágrimas de recién retado, como cuando los perros gimen y hacen caracol, así llueve. El agüita cae lenta y los que tienen canaletas ponen unas cadenas para que el agua corra por allí. Se creen la muerte.
Mira por la ventana que las pozas se van achicando cada vez más; las viejas del frente comienzan a barrer para que el pastelón de entrada se les seque luego, más allá alguien prende la radio o se oye una tele lejana con los Picapiedras, trato de desviarlas, que ni se acuerde, porque hoy día no quiero jugar, hoy no, me duele aquí y yo creo que ya es tiempo de echar toda mi sangre vieja y hedionda por afuera, porque a ella le toca primero y a mí después. Siempre es igual y no tiene por qué cambiar. Primero a ella. Cada mes le tengo que repetir la historia de nuevo: esto se llama menstruación, que palabra complicada ¿no?, y a toda las mujeres les pasa lo mismo, todos los meses viene un huevo viejo que ya no puede estar más dentro tuyo y ese huevo se cae y al caerse se hace una yaya y le sale harta sangre, y ella todos los meses pregunta si no viene la amb-ulancia, se dice ambulancia de corrido, no amb-ulancia, le corrijo. No, porque para eso tú tienes mimosas en el calzón y ellas reciben la sangre del huevo muerto. Ella primero, yo vengo dos o tres días después. Por suerte nos toca seguido, así aprovecho de lavar todas las mimosas juntas, y hay algunas que las boto porque están percudidas y la mancha ya no sale. A veces las mimosas no se secan y hay que entrarlas y hacer colgadero en la cocina. Yo puse unos cordeles, cord-eles ella dice, de pared a pared, bien estirados… Si yo saliera en el réclame de Omo tendría que decir la verdad: el Omo no saca las sangres repetidas. Si fuéramos una familia numerosa, de esas de ocho chiquillos más una abuela enferma, sería diferente. Se mandan unos dos o tres a una fundación, los mayores se las arreglan como puedan. Nosotras no estamos mal.


VI

La mami cantaba boleros, tú me acostumbraste a todas esas cosas, cuando estaba de buenas. Se sentaba pierna arriba, la falda arremangada, se cortaba las uñas de los pies, las medias caían al suelo, se limaba las uñas, buscaba el esmalte nacarado mientras la voz se le hacía un hilo porque se emocionaba y lloraba a mares, las lágrimas le corrían por la cara, la mami después se ponía de malas y gritaba puta que estoy cabría, tiraba el esmalte lejos, el piso se ensuciaba. Ella y yo mirábamos asustaba desde la puerta, ella me miraba a mí para que yo le diera la respuesta. Le decía bien bajito al oído, en un susurro temeroso: la mami es presumida. Ella no entendió nunca lo que es ser presumida, sólo vio a la mami golpearse la cabeza en la pared una y otra vez mientras gritaba sutil llegaste a mí como una tentación, hasta caer con las cejas sangrantes y las manos arañadas. El papá llegaba tarde y la encontraba ahí, hecha un ovillo de dolores, recogida. Yo sé lo que ésta quiere, decía el papá, y ahí mismo la desovillaba, la remendaba, como él sabía hacerlo. Después la arrastraba hasta el camastro y la bofeteaba, la mechoneaba entera, la meneaba como a una muñeca de trapo a la vieja curada, y nosotras oíamos el llantito podríamos ver el pañuelo con sangre de narices, las piernas moreteadas, la mandíbula descolocada, las tetas carneadas. El llantito de la mami se hacía lejano a medida que nosotras nos quedábamos dormidas, bien acurrucadas las dos, haciendo cucharita, el llanto se hacía lejano porque ella me chupaba el pelo y yo le chupaba los dedos y así cerrábamos los ojos para que la noche pasara luego. Alguna vez yo canté duérmete mi niña, duérmete mi sol, por los capachitos de San Juan de Dios.
La mami se fue. Ni chao nos dijo. El papá nos despertó muy temprano esa mañana. Se fue la vieja bruja, así que ustedes también se van. Yo tenía trece. Los pacos nos metieron a la cuca. Después nos llevaron al hogar. Después nos llevaron al hogar. Después fui mamona. Después nos recogió una tía.
Ella preguntó por la mami por muchos meses, hasta que una tarde le dije: olvídate de la mami.


VII

Esta no es la historia de la mami, este es el juego de cuatro estaciones, es el juego de ella, el de nunca acabar. Los recuerdos son como las costras de barro que quedaba pegadas para siempre en algún rincón de la pieza, aquellas que una descubre después de harto tiempo y que son partes de ese rincón. Así son los recuerdos. Ella casi no tiene recuerdos, vive el día haciendo de cuenta que es el primer día y que no ha habido ningún otro, se olvida del juego y las cartas se confunden con otros papeles sin importancia. Por eso hoy la remezco, le muestro las cartas. ¿Te acuerdas? Vamos, párate arriba de las sillas, desnúdate si quieres, yo cierro las ventanas y le pongo tranca a la puerta, así no entran corrientes de aire que te puedan elevar como un pañuelo, vamos, le digo, y te subes arriba de la silla, siempre obediente, comienzas a sacarte el vestido desteñido, tela de cebolla, un botón, después el otro y el otro, te cuesta trabajo, déjame ayudarte. Miro tus hombros blancos. ¿Estoy linda?, preguntas. Te abrazo desde mi lugar, mis manos sólo pueden rodear tus piernas y mi cabeza sólo puede hundirse en tu arañita. Lloro sin que te des cuenta, lloro por tu hermosura y tu silencio, por los recuerdos que no tienes; beso tus piernas, están tibias. Afuera los cabros queman neumáticos. Con tu vestido arremolinado a tus pies los oigo gritar. Es verano otra vez y el olor a caucho quemado se filtra por el agujero que escarbaste en la madera. Nos quedamos las dos en silencio, escuchando, la oscuridad nos protege, nadie nos va a venir a golpear la puerta, menos ahora que los cabros ya huyen, gritando, quebrando botellas, y el ulular ya se acerca, y todos por aquí se hacen los locos, no saben nada dicen las mujeres, los cabros no eran de aquí , dicen los hombres. Tu Ferviente Enamorado no viene, dices, y te abrazo cada vez más fuerte, feliz de tu nostalgia sorpresiva, tú sí sabes lo que es la nostalgia ahora. No, no, él viene, cierra los ojos, él está aquí contigo, acompañándote, mira al espejo y verás que él te acaricia, mira sus manos rosadas de tanto verano, mira tu timidez caminando por tus pechos. Soy tú no más, soy tú la que me está agarrando las tetas.


VIII

Ese verano la saqué a tomar sol a diario.
Una tarde, mientras ella hojeaba una revista y reposaba los pies en una palagana con agua, partí una sandía y el jugo inundó la mesa. Me agaché para sorber el jugo que caía en hilachas hasta el suelo. Separé las pepas negras. Me comí el corazón rojo con las manos. Me acordé del cuadrito de la tía: el niñito Jesús y la Virgen que lo tenía en la falda. Cuando levanté la mirada ella estaba arriba de la silla, con el sol de frente. Inmóvil, llena de luz, más viva que nunca. Linda, como si el tiempo se le hubiera detenido. Quise tocarla, pasar mi mano por ella, acariciarla, como se acaricia la cáscara de la lúcuma que nunca saboreamos. Me acerqué. Me preguntó cuál era su nombre. Yo le dije que lo sabía. Me preguntó que edad tenía. Yo le dije que la sabía. Hizo un gesto para que la dejara sola, un gesto aprendido de la calle, de esas mamás que mandan a sus hijos a entrarse a la casa.
Entré despacio y sin hacer ruido. Me desvestí frente al espejo resquebrajado. Piel de higo seco. Parada arriba de la silla, entendí que ya era hora de comenzar otra carta. Para las dos:


IX

Queridas Ana y Fabiola habitantes de la casucha de madera de la esquina sobrevivientes de varios inviernos y veranos baldeadores del agua y del barro catadoras de la ventolera de las doce del día cuando el sol está bien parado y achicharrando cabezas Queridas Ana y Fabiola hermanas de sangre eriaza hermanas siempre hasta que la muerte las separe o que una de las doce se vaya que Fabiola arranque de todo martirismo que Ana se siente culpable y se tire a la Aguada hermanas del meado tibio Voy a venir se los prometo voy a venir en un auto super modelo el caballo es lento ya no sirve para esta movida la última En un auto vendré sacando forro haciendo cagar la caja de cambios vendré borroneando todos los luches que encuentre a mi paso levantando todo el polvo del callejón donde viven que salgan las viejas y los guatones a mirar cómo llego y las rescato superman que salgan las copuchentas y las hambrientas las chiquillas vírgenes por huevonas las tontitas por calientes que todas salgan porque aquí vengo yo chaqueta de cuero y botas con espuelas tiquitiquití queridas Ana y Fabiola espérense no más un par de años estoy allá aguáitenme por la ventana hermanitas de la piedad huachas orgullosas lean revistas por mientras como si estuvieran en una peluquería preparándose preciosuras y no se vayan a ir antes ¿a dónde se irán? No esperen la paciencia ya la tienen Ana y Fabiola hermanitas de la mentira en desuso agotadas traspapeladas inquietas de chuchitas añejas de cuerpecitos esqueléticos roticuacas Yo le voy a dar buena casa y comida ¿casa con piscina quieren? La tendrán ¿Empleada puertas adentro también? Ni un problema Para eso está Tu Ferviente Enamorado con auto último modelo con los bolsillos repletos de billetes para tirar por todos lados un poquito acá y otro más allá.
Unila dorila tirila Ay me pasé parece que no era por aquí me perdí hermanitas Ana y Fabiola hijas del estucador de tumbas y de la lava pañales por docenas nacidas sin ceremonia ni registro civil hermanitas Ana y Fabiola otro día vengo tanto que hacer aquí en Santiago de Chile Chile la ciudad de las hermanitas la capital de las desahuciadas la urbe flaca prodigadota de pan duro remojado en el río Mapocho donde van a dar las hermanitas como ustedes para que el agua les lave la porquería y los ojos entumecidos para que el agua sucia del río Mapocho las haga rodar y dar tumbos entremedio de las piedras y de las palas mecánicas para que alguien encuentre un zapato y diga me lo quedo Esperen no más chiquillas acérquense al anafre y canten por mí que cuando yo pueda venir yo vengo Tengo la promesa de venir a sacarlas de la pobreza subirles el pelo a las ilusionadas a las soñadoras como ustedes las que guardan mis dos mil quinientas cartas de cartón las ilusas las que creen Ana y Fabiola santas de Chile no pierdan la esperanza que Tu Ferviente Enamorado vendrá con más juegos a mostrarlas oras estaciones que no conocen ni por fotos en mi auto super modelo donde sólo cabe uno Detrás de mí tendrán que irse corriendo detrás de mí con la lengua afuera como perras recién paridas así no más es la cosa Chao Pescao

Tu Ferviente Enamorado

domingo, 21 de octubre de 2007

Tarea 5

Tema: Libre

(o más y más violencia, ¡pero no tanto Isa!).

jueves, 18 de octubre de 2007

Quinta Lectura, El cuerpo de Clarice Lispector


Xavier era un hombre truculento y cruel. Muy fuerte el hombre. Le encantaban los tangos. Fue a ver El último tango en París se excitó terriblemente. No comprendió la pelicula: pensaba que se trataba de un filme de sexo. No descubrió que era la historia de un hombre desesperado.

En la noche cuando vio El último tango en París los tres se metieron en la cama: Xavier, Carmen y Beatriz. Todo el mundo sabía que Xavier era bígamo: vivía con dos mujeres.

Cada noche le tocaba a una. A veces dos veces por noche. A la que no le tocaba se quedaba presenciando. Ninguna tenía celos de la otra.

Beatríz comía que daba gusto: era gorda y enjurdiosa. En cambio Carmen era alta y delgada.

La noche del último tango en París fue memorable para los tres. En la madrugada estaban exhaustos. Pero Carmen se levantó en la mañana, preparó un opíparo desayuno - con cucharas llenas de crema espesa de leche- y se lo llevó para Beatriz y para Xavier. Estaba somnolienta. Fue necesario darse un baño en la regadera helada para ponerse en forma nuevamente.

Ese día - domingo- almorzaron a las tres de la tarde. La que cocinó fue Beatriz, la gorda. Xavier bebió vino francés. Y se comió solito un pollo entero. Entre las ods se comieron el otro pollo. Los pollos estaban rellenos con masa de harina de mandioca con pasas y ciruelas, todo impregnado, rico.

A las seis de la tarde, los tres se dirigieron a la iglesia. parecían un bolero. El bolero de Ravel.

Y en la noche, se quedaron en casa viendo televisión y comiendo. Esa noche no sucedió nada: los tres estaban cansados.

Y así era, día tras día.
Xavier trabajaba mucho para mantener a las dos mujeres y a sí mismo: las comidas eran abundantes. Pero a veces engañaba a ambas con una prostituta excelente. Pero en casa nada contaba, pues no estaba loco.

Pasaban los días, los meses, los años. Nadie moría. Xavier tenía cuarenta y siete años. Carmen tenía treinta y nueve. Beatriz ya había cumplido cincuenta.

La vida los sonreía. A veces Carmen y Beatriz salían a comprar playeras llenas de imágenes de sexo. Compraban también perfume. Carmen era más elegantes. Beatriz, con su lonjas, escogía un bikini y un brassier minúsculo para los enormes senos que poseía.

Un día Xavier llegó ya muy tarde en la noche: las dos estaban desesperadas. Apenas si sabían que estaba con la prostituta. Los tres en verdad eran cuatro, como los mosqueteros.

Xavier llegó con un hambre de nunca acabar. Abrió una botella de champaña. Estaba en pleno vigor. Platicó animadamente con las dos, les contó que la industria farmacéutica de su propiedad iba bien de finanzas. Y les propuso a ambas para que los tres fueran a Montevideo, a un hotel de lujo.
Fue tal el barullo por la preparación de las tres maletas.

Carmen se llevó todo su complicado maquillaje. Beatriz salió a comprar una minifalda. Viajaron en avión. Se sentaron en la fila de tres asientos: él en medio de las dos.

En Montevideo compraron todo lo que quisieron. Incluso ana máquina de coser para Beatriz y una máquina de escribir para Carmen, que quería aprender. En verdad no necesitaba nada, era una pobre desgraciada. Llevaba un diario: anotaba en las páginas del grueso cuaderno empastado en rojo las fechas en que Xavier la buscaba. Le daba el diario a Beatriz para que lo leyera.

En Montevideo compraron un libro de recetas culinarias. Sólo que estaba en francés y ellas no entendían. Parecían más palabrotas que palabras.

Entonces compraron un recetario en castellano. Y se esmeraron en las sopas y en las salsas. Aprendieron a hacer roastbeef. Xavier engordó tres kilos y su fuerza de toro aumentó.

A veces las dos se acostaban en la cama. Largo era el día. Y, a pesar de que no eran lesbianas, se excitaban una a otra y hacían el amor. Amor triste.

Un día le contaron ese hecho a Xavier.

Xavier se excitó. Y quiso que esa noche las dos se amaran frente a él. Pero, ordenado de esa manera, terminó todo en nada. Las dos lloraron y Xavier se encolerizó furiamente.

Durante tres días no le dirigió la palabra a ninguna de las dos.

Pero, durante ese intervalo, y sin encargo, las dos fueron a la cama con éxito.

Al teatro los tres no iban. Preferían ver la televisión. O cenar fuera.

Xavier comía con malos modales: agarraba la comida con las manos, hacía mucho ruido al masticar, además de comer con la boca abierta. Carmen era más refinada, le daba asco y vergüenza. Beatriz tampoco tenía vergüenza, hasta desnuda andaba por la casa.

No se sabe cómo empezó. Pero comenzó.

Un día, Xavier llegó del trabajo con marcas de lápiz labial en la camisa. No pudo negar que había estado con su prostituta preferida. Carmen y Beatriz agarraron un trozo de palo cada una y corrieron detrás de Xavier por toda la casa. Este corría todo desesperado, gritando: ¡perdón!, ¡perdón!, ¡perdón!

Las dos, también cansada, finalmente dejaron de perseguirlo.

A las tres de la mañana, Xavier tuvo ganas de poseer una de las mujeres. Le llamó a Beatriz porque era la menos rencorosa. Beatriz lánguida y cansada, se prestó a los deseos ......

..... continuará...

lunes, 15 de octubre de 2007

Critica Ojo Silva (M.Carolina)

Roberto Bolaño sitúa a los personajes de este cuento: narrador y personaje principal en un contexto histórico real, chilenos nacidos en los años 50, ambos exiliados, errantes por el mundo.

Él nos habla de la sentencia de una generación con respecto a la violencia, nos cuenta del encuentro del narrador con su amigo chileno que se hizo en México, a los veinte años de edad, ya en el exilio. Luego de relatarnos de sus vidas, nos cuenta de un encuentro entre ambos, el cual desde un inicio el narrador cree que se trata de un hecho afortunado, del azar.

Sin embargo el Ojo lo ha buscado para contarle y contarnos de sus experiencias inolvidables en la India, de sus niños, de su pobreza, de su precariedad y sus vivencias increíbles de acoger, en ese y en este mundo lleno de injusticia y de temor.

A pesar de tratarse de un cuento y por tanto de una ficción, el relato raya en el realismo. Pudo ser cierto, el Ojo Silva puede existir, puede ser uno de nosotros, puede estar aquí o allá en Berlín.
El tema tratado por el autor nos refiere principalmente a nuestros sentimientos como seres humanos ante temas tan sensibles como son la violencia y la injusticia, aplicado a los seres más indefensos como son los niños. Qué sentimos, qué estamos dispuestos a hacer ante esto que vemos parece ser su intención.

Las intertextualidades que se nos presentan son mas bien del tipo indirecto y se refieren a las que tienen que ver con la historia, con la inserción en un territorio y en un tiempo que es real, y además vivido por el autor. Lo mismo sucede con el ambiente que rodea el periodismo, ya que este relato puede ser tomado como un serio cuestionamiento hacia la profesión, pero que de alguna manera también vemos como se proyecta a todos nosotros como espectadores de este gran escenario en que nos movemos.

En cuanto a los personajes a medida que transcurre el relato se nos va mostrando las experiencias y la interioridad del Ojo Silva, haciendo de él un relieve lleno de profundidad. Vemos como un hombre distante se nos va transformando en un hombre cercano, tan cercano que logramos vivenciar sus experiencias y llegar a sentir su insaciable tristeza.

El narrador a pesar de permanecer en una aparente distancia con respecto al lector y hacia su amigo, lleva sobre él el manto de ser responsable de la narración y por tanto lo que sabemos y conocemos acerca del personaje principal es por él, de su voz. Eso hace que en la escritura y en la forma de narrar se va acortando también esta distancia, desde la indiferencia hasta una complicidad e intimidad cercana.

El estilo de relato que se nos presenta es del tipo informal teñido a ratos por la nebulosa de las divagaciones, las cuales nos entregan como una serie de indicios en que como tal en su mayoría no aporta al relato final más que como adornos distractorios, semejantes a lo que ocurre en la realidad misma en que todo lo que vemos no es todo lo que importa o que nos importa.

La estructura de este cuento es fragmentaria, disfrazada de una aparente organicidad producto de la inserción de los indicios y de algunos puntos de fugas, que aportan una tensión a la espera del contenido final o verdaderamente real.

Finalmente nos encontramos frente a un texto cuyo tema central posee una excesiva sensibilidad por lo cual su crudeza obliga a una cierta anestesia por medio de la indiferencia, lo que permite un distanciamiento necesario que logra invitar a una reflexión sobre el tema sin echar a correr las lágrimas infinitamente hasta la desesperación.

Comentario acerca de El ojo Silva

Recomiendo el comentario de Portnoy acerca de El ojo Silva.

miércoles, 10 de octubre de 2007

Cuarta lectura: El ojo Silva de Roberto Bolaño

Del libro "Putas asesinas"

Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aún a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende.

El caso del Ojo es paradigmático y ejemplar y tal vez no sea ocioso volver a recordarlo, sobre todo cuando ya han pasado tantos años.

ver completo en El ojo Silva.

martes, 9 de octubre de 2007

Roberto Bolaño (1953-2003) Biografía de un Detective Salvaje


Roberto Bolaño (1953-2003)

Roberto Bolaño Avalo nació en chile en 1953 en la ciudad de Santiago; vago durante su infancia por Los Ángeles, Valparaíso, Quilpue, Viña del Mar y Cauquenes. A los 13 años su familia se radica en México, país fundamental para la obra y vida de Bolaño; se refugian en el DF, pero viajan durante toda su estadía en variadas ocasiones al desierto fronterizo mexicano, lugar que sería luego fuente de inspiración constante para el escritor.

En México Bolaño se impregna de las ideas comunistas de la época, es así que parte a los 20 años (1973) a chile para pertenecer a la revolución social socialista de la época. El viaje lo realiza por bus, autostop y barco; así pasa por todo Latinoamérica, viaje importantísimo, relatado en Detectives Salvajes. Llega a chile poco días después del golpe militar y decide unirse a la defensa de la revolución, es tomado detenido y la suerte lo salva de la tortura; los militares que lo tenían preso habían sido amigos de la infancia de Bolaño, por lo cual lo sueltan. Después Bolaño abandona chile para refugiarse nuevamente en México por una larga estadía y luego partir por mucho tiempo a Europa, donde pasaría el resto de su vida.

En su nueva llegada a México conoce al poeta Mario Santiago Papasquiaro forman el movimiento poético Infrarrealista (Movimiento originalmente fundando en chile por Roberto Matta). Aquí Bolaño se comienza a perfilar como escritor y a vivir una alucinante vida que le permitiría escribir sus novelas, siendo las más importantes (Detectives Salvajes y 2666).

Parte en 1977 a Europa donde viviría el resto de su vida, en Europa trabaja con variados oficios, camarero, mayordomo, cuidador de camping, periodista, basurero… Bolaño realiza todo estos trabajos para costearse su hambre voraz de literatura, vive escribiendo y trabajando, quedando sus obras aun escondidas en su habitación. En 1978 viaja a Gerona y realiza estudios de Escultura, en la escuela de arte de dicha ciudad. 1984 sale su primera novela reconocida por la critica “Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce” con esta obra gana el premio Antoni García Porta, de ese año; Ese mismo año contrae matrimonio con Carolina López. Entre 1993 y 1996 publica tres libros; en 1993 publica el poemario “Los Perros Románticos”, con este libro gana su segundo premio (también en España). En 1996 publica dos libros “Estrella Distante” y “Literatura nazi en Latinoamérica”.

En 1997 publica una colección de cuentos “llamada Telefónicas” por primera vez es reconocido en chile, con el premio Municipal de Santiago 1998. En 1998 Publica su novela más conocida, “Detectives Salvajes” , en la cual se mezclan sus bases Infrarrealista y una descripción del movimiento bajo el alter-ego de “Realviceralistas”, durante esta obra se puede ver toda la vida de Bolaño, reflejada en los personajes y en su alter-ego “Arturo Belano”.

En 2000 y 2002 pública Nocturno Chile y Amberes. Un año después muere de una insuficiencia hepática desatada por una juventud descarriada, de mala alimentación y mucho dolor. Una vez muerto se publica su obra póstuma nunca terminada “2666” donde se ve su biografía repasada desde ángulos extraños y infrarrealistas; también se publican sus ensayos en el libro “Entre Paréntesis”.



Bibliografía:

Wikipedia/Roberto_Bolaño

Club Cultura

miércoles, 3 de octubre de 2007

Tercera lectura: dos cuentos de Rubem Fonseca

Betsy

Betsy esperó el regreso del hombre para morir.

Antes del viaje él había notado que Betsy mostraba un apetito fuera de lo común. Después surgieron otros síntomas, ingestión excesiva de agua, incontenencia urinaria. Hasta entonces, Betsy sólo había padecido de cataratas en uno de los ojos. No le gustaba salir, pero antes del viaje entró inesperadamente con él en el ascensor, y los dos pasearon por la acera de la playa, algo que nunca habían hecho.

El día en que el hombre llegó, Betsy sufrió el derrame y dejó de comer. Veinte días sin comer, acostada en el lecho con el hombre. Los especialistas dijeron que no había nada que pudiera hacerse. Betsy sólo se levantaba de la cama para tomar agua.

El hombre permaneció con Betsy en la cama durante toda su agonía, acariciando su cuerpo, palpando con tristeza la flacura de sus ancas. El último día, Betsy, muy quieta, los ojos azules abierto, miró al hombre con el mismo mirar de siempre, que confesaba la comodidad y el placer que su presencia y sus cariños le proporcionaban. Comenzó a temblar y él la abrazó con más fuerza. Sintiendo que sus miembros estaban fríos, el hombre trató de acomodarla mejor en el lecho. Ella entonces estiró el cuerpo, como si se desperezara, y écho la cabeza hacia atrás, en un gesto lleno de languidez. Después estiró aún más el cuerpo, y suspiró con fuerza. El hombre pensó que Betsy había muerto. Pero al cabo de algunos segundos ella lanzó otro suspiro. Horrorizándose de su meticulosa atención, el hombre contó, uno a uno, todos los suspiros de Betsy. En un breve intervalo ella exhaló nueve suspiros iguales, la lengua afuera, pendiendo a un lado de la boca. Luego empezó a golpear su vientre con los dos pies juntos, como hacía a veces, sólo que con mayor violencia. Después, se quedó inmóvil. El hombre pasó su mano levemente por el cuerpo de Betsy. Ella se desperezó y alargó los miembros por última vez. Estaba muerta. Ahora, el hombre sabía que estaba muerta.

La noche entera la pasó despierto a su lado, acariciándola suavemente, en silencio, sin saber qué decir. Habían vivido juntos dieciocho años.

Por la mañana, la dejó en el lecho y fue hasta la cocina y preparó un café puro. Fue a tomarlo en la sala. La casa nunca había estado tan vacía y tan triste.

Por fortuna, el hombre no había botado la caja de cartón de la licuadora. Regresó al cuarto. Cuidadosamente, puso el cuerpo de Betsy dentro de la caja. Con la caja debajo del brazo se dirigió a la puerta. Antes de abrirla y salir, se enjugó los ojos. No quería que lo vieran así.

Rubem Fonseca: del libro "Histórias de amor" (cuentos), editado por Cia. das Letras - São Paulo, 1997.



Cidade de Deus

O nome dele é João Romeiro, mas é conhecido como Zinho na Cidade de Deus, uma favela em Jacarepaguá, onde comanda o tráfico de drogas. Ela é Soraia Gonçalves, uma mulher dócil e calada. Soraia soube que Zinho era traficante dois meses depois de estarem morando juntos num condomínio de classe média alta da Barra da Tijuca. Você se importa?, Zinho perguntou, e ela respondeu que havia tido na vida dela um homem metido a direito que não passava de um canalha. No condomínio Zinho é conhecido como vendedor de uma firma de importação. Quando chega uma partida grande de droga na favela Zinho some durante alguns dias. Para justificar sua ausência Soraia diz, para as vizinhas que encontra no playground ou na piscina, que o marido está viajando pela firma. A polícia anda atrás dele, mas sabe apenas o seu apelido, e que ele é branco. Zinho nunca foi preso.

Hoje à noite Zinho chegou em casa depois de passar três dias distribuindo, pelos seus pontos, cocaína enviada pelo seu fornecedor em Puerto Suarez e maconha que veio de Pernambuco. Foram para a cama. Zinho era rápido e rude e depois de foder a mulher virava as costas para ela e dormia. Soraia era calada e sem iniciativa, mas Zinho queria ela assim, gostava de ser obedecido na cama como era obedecido na Cidade de Deus.

“Antes de você dormir posso te perguntar uma coisa?”

“Pergunta logo, estou cansado e quero dormir, amorzinho.”

"Você seria capaz de matar uma pessoa por mim?"

“Amorzinho, eu mato um cara porque ele me roubou cinco gramas, não vou matar um sujeito que você pediu? Diz quem é o cara. É aqui do condomínio?”

“Não”.

“De onde é?”

“Mora na Taquara”.

“O que foi que ele te fez?”

“Nada. Ele é um menino de sete anos. Você já matou um menino de sete anos?”

“Já mandei furar a bala as palmas das mãos de dois merdinhas que sumiram com uns papelotes, pra servir de exemplo, mas acho que eles tinham dez anos. Por que você quer matar um moleque de sete anos?”

“Para fazer a mãe dele sofrer. Ela me humilhou. Tirou o meu namorado, fez pouco de mim, dizia para todo mundo que eu era burra. Depois casou com ele. Ela é loura, tem olhos azuis e se acha o máximo.”

“Você quer se vingar porque ela tirou o seu namorado? Você ainda gosta desse puto, é isso?”

“Gosto só de você, Zinho, você é tudo para mim. Esse merda do Rodrigo não vale nada, só sinto desprezo por ele. Quero fazer a mulher sofrer porque ela me humilhou, me chamou de burra, ria na frente dos outros.”

“Posso matar esse puto.”

“Ela nem gosta dele. Quero fazer essa mulher sofrer muito. Morte de filho deixa a mãe desesperada.”

“Está bem. Você sabe onde o menino mora?”

“Sei.”

“Vou mandar pegar o moleque e levar para a Cidade de Deus.”

“Mas não faz o garoto padecer muito.”

“Se essa puta souber que o filho morreu sofrendo é melhor, não é? Me dá o endereço. Amanhã mando fazer o serviço, a Taquara é perto da minha base.”

De manhã bem cedo Zinho saiu de carro e foi para a Cidade de Deus. Ficou fora dois dias. Quando voltou, levou Soraia para a cama e ela docilmente obedeceu a todas as suas ordens, Antes de ele dormir, ela perguntou, “você fez aquilo que eu pedi?”

“Faço o que prometo, amorzinho. Mandei meu pessoal pegar o menino quando ele ia para o colégio e levar para a Cidade de Deus. De madrugada quebraram os braços e as pernas do moleque, estrangularam, cortaram ele todo e depois jogaram na porta da casa da mãe. Esquece essa merda, não quero mais ouvir falar nesse assunto", disse Zinho.
“Sim, eu já esqueci.”

Zinho virou as costas para Soraia e dormiu. Zinho tinha um sono pesado. Soraia ficou acordada ouvindo Zinho roncar. Depois levantou-se e pegou um retrato de Rodrigo que mantinha escondido num lugar que Zinho nunca descobriria. Sempre que Soraia olhava o retrato do antigo namorado, durante aqueles anos todos, seus olhos se enchiam de lágrimas. Mas nesse dia as lágrimas foram mais abundantes.

“Amor da minha vida”, ela disse, apertando o retrato de Rodrigo de encontro ao seu coração sobressaltado.


Texto extraído do livro "Histórias de Amor", Cia. das Letras - 1997 - São Paulo, pág. 11.


Ver reseña en El hablador

jueves, 27 de septiembre de 2007

miércoles, 26 de septiembre de 2007

Segunda Lectura

El Aleph, José Luis Borges

La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el 30 de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos, Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo; la mano en el mentón... No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos.

Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces no dejé pasar un 30 de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí gradualmente confidencias de Carlos Argentino Daneri.

Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada: había en su andar (si el oximoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz)grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable. "Es el Príncipe de los poetas en Francia", repetía con fatuidad. "En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas."

El 30 de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación del hombre moderno

-Lo evoco - dijo con una admiración algo inexplicable - en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...

Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora convergían sobre el moderno Mahoma.

Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía. Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto-Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años, sin réclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad. Primero abría las compuertas a la imaginación; luego hacía uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe.

Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera bre- ve. Abrió un cajón del escritorio, sacó un alto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción.
He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
Los trabajos, los días de varia luz, el hambre;
No corrijo los hechos, no falseo los nombres,
Pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.

Estrofa a todas luces interesante - dictaminó -. El primer verso granjea el aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión; el segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, al padre de la poesía didáctica), no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura, la enumeración, congerie o conglobación; el tercero - ¿barroquismo, decadentismo, culto depurado y fanático de la forma? - consta de dos hemistiquios gemelos; el cuarto francamente bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de todo espíritu sensible a los desenfados envites de la facecia. Nada diré de la rima rara ni de la ilustración que me permite ¡sin pedantismo!acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas que abarcan treinta siglos e apretada literatura: la primera a la Odisea, la segunda a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela inmortal que nos depararan los ocios de la pluma del saboyano...Comprendo una vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo. ¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!

Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su comentario profuso; nada memorable había en ella; ni siquiera la juzgué mucho peores que la anterior. En su escritura habían colaborado la aplicación, la resignación y el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores. Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otro. La dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces, transmitir esa extravagancia al poema (1).Una sola vez en mi vida he tenido la ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al Norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calla Once de Setiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos e informes alejandrinos carecían de la relativa agitación del prefacio. Copio una estrofa (2):

Sepan. A manderecha del poste rutinario,
(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
Se aburre una osamenta - ¿Color? Blanquiceleste
-Que da al corral de ovejas catadura de osario.

-¡Dos audacias - gritó con exultación - rescatadas, te oigo mascullar, por el éxito! Lo admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente denuncia, en passant, el inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni las geórgicas ni nuestro ya laureado Don Segundo se atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmo se aburre una osamenta, que el melindroso querrá excomulgar con horror, pero que apreciará más que su vida el crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás, es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el lector, se adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface... al instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgo blanquiceleste? El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más íntimo el alma de incurable y negra melancolía.

Hacia la medianoche me despedí.

Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las cuatro, "para tomar juntos la leche, en el contiguo salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri - los propietarios de mi casa, recordarás - inaugura en la esquina; confitería que te importará conocer". Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil encontrar mesa; el "salón-bar", inexorablemente moderno, era apenas un poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas el excitado público mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz (que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad:

-Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más encopetados de Flores.

Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal... Denostó con amargura a los críticos; luego, más benigno, los equiparó a esas personas, "que no disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro". Acto continuo censuró la prologomanía, "de la que ya hizo mofa, en la donosa prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios". Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste. Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con admiración rencorosa, que no creía errar el epíteto al calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el poema. Para evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico, "porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad". Agregó que Beatriz siempre se había distraído con Álvaro.

Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el lunes con Álvaro, sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club de Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el tema del prólogo describiría el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con Álvaro y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz(ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla) había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos; b) no hablar con Álvaro. Preví, lúcidamente, que mi desidia optaría por b.

A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizás coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente nada ocurrió - salvo el rencor inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una delicada gestión y luego me olvidaba.

El teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me habló. Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería, iban a demoler su casa.

-¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! - repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.

No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detectable del pasaje del tiempo; además se trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales.

El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri dio que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.

-Está en el sótano del comedor - explicó, aligerada su dicción por la angustia -. Es mío, es mío; yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.

-¡El Aleph! - repetí.

-Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.
Traté de razonar.

-Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?

-La verdad no penetra un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la Tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.

-Iré a verlo inmediatamente.

Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbos, por lo demás... Beatriz(yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado.

En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:

-Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.

Carlos entró poco después. Habló con sequedad;
comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición del Aleph.

-Una copita del seudo coñac - ordenó - y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es indis-pensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de la baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!

Ya en el comedor, agregó:

-Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.

Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso.

-La almohada es humildosa - explicó - , pero si la levanto un solo centímetro, no verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachón y cuenta diecinueve escalones.

Cumplí con su ridículo requisito; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa, la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba loco tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.

Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y las circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: La enumeración, si quiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.

En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.

Sentí infinita veneración, infinita lástima.

-Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman - dijo una voz aborrecida y jovial - . Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges!

Los pies de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca penumbra, acerté a levantarme y a balbucear:

-Formidable. Sí, formidable.

La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:

-¿La viste todo bien, en colores?

En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y lo insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa metrópoli que a nadie ¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme y le repetí que el campo y la seguridad son dos grandes médicos.

En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio me trabajó otra vez el olvido.

Postdata del 1º de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud del conside-rable poema y lanzó al mercado una selección de "trozos argentinos". Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura (3). El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero al doctor Mario Bonfanti; increíblemente mi obra Los naipes del tahúr no logró un solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.

Dos observaciones quiero agregar: una sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al círculo de mi historia no parece casual. Para la Cábala esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph de su casa le reveló? Por increíble que parezca yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.

Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zu al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres - la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la Luna (Historia Verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlín, "redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio" (The Faerie Queene, III, 2, 19) - , y añade estas curiosas palabras: "Pero los anteriores(además del defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor... la mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En las repúblicas fundadas por nómadas, es indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería".

¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.

A Estela Canto